Velar la historia. Sobre Tierra de los Padres (Nicolás Prividera)

*nota publicada en la revista Ni un paso atrás de Madres de Plaza de Mayo en enero de 2013

En su segundo largometraje, Nicolás Prividera enfoca la historia argentina desde sus textos fundacionales. Un estado de la cuestión inscripto como genealogía de la violencia.

Siempre hay alguien que se queda con el muerto. Con templada paciencia, un gato desgarra el cadáver de una paloma hasta que irrumpe un competidor en escena y se lleva las alas a la rastra. La victoria y un presagio de festín bajo la sombra de las estatuas; también la derrota. El Cementerio de Recoleta -necrópolis donde se agolpan los nombres de las calles y las caras de los billetes- es el escenario elegido por Nicolás Prividera para interpelar a la historia argentina. En Tierra de los padres (2012), su segundo largometraje, la palabra recupera su materialidad: un recorte (y una elipsis) canónico de la (historia de la) literatura argentina le servirá de espejo para refractar una genealogía de la violencia.

Al respecto, la primera toma de la película es contundente: el himno nacional como banda sonora de represiones y enfrentamientos. La violencia y la muerte se vuelven pecado original (claves de lectura); marcas de identidad a partir de las cuales se ha constituído el Estado-Nación. Luego, la letra. La literatura argentina –fundamentalmente los textos del siglo XIX en su afán programático y la imposibilidad de separar intelectuales y dirigentes- es la fuente que Prividera elige para construir su narración. Palabras de Mariano Moreno, Rosas, Sarmiento, Alberdi, Echeverría, Ascasubi (notable pasaje de “La Refalosa”) Mármol, Roca, José Hernández, Girondo, Scalabrini Ortiz, Gianuzzi, entre otros, vueltos a la vida e interpretados, invocados en voz alta (fundamentalmente por escritores y académicos contemporáneos) en los pasillos del cementerio.

Tierra de los Padres recorta la historia a través de sus monumentos. Antes que a los procesos históricos, el autor recorre los afanes de los sujetos que ejercieran (la palabra y) el poder: la historia de los dominadores. Como sostiene en “Fatherland”, poema homónimo del film incluido en restos de restos (Libros de la talita dorada, 2012), “La tierra es de quienes descansan/en ella. Los dueños/de la tierra. Y la Recoleta (por donde/camino de tarde en tarde, buscando la paz/de los cementerios) es/la pequeña patria//dentro de la Patria. Ahí está el linaje/de los vencedores.” Antes que disputa ideológica y proyecto, la polarización (unitarios, federales y oscilaciones en el primer siglo independiente; democracia y pre y post peronismo en el siglo XX) es una pelea por legitimar el ejercicio de la violencia y determinar el derecho a vivir del enemigo: del otro lado, los que no tienen voz.

Y es, justamente, en este estado de la cuestión de la historia del poder, en este gran festín dispuesto para que “los vencedores” vuelvan a sentarse a discutir hacia dónde debe ir el país (y quienes deben morir en ese camino) donde se evidencian esos que no tienen voz: los desclasados arrancados de la política. Entre cada lectura -entre los silencios y los planos poéticos solitarios- deambulan, simplemente existen los trabajadores del cementerio, invisibles velando la paz, transportando objetos, en sus tareas de limpieza, un mate, el murmullo cotidiano. Si el poder es la palabra y el monumento, los trabajadores son el cuerpo que no dice. Fuera de los textos, solo se habla para homenajear a las estatuas y las tumbas (la marcha peronista rompe la quietud en homenaje a Eva). El ojo de la cámara ironiza, Prividera no se conforma con una historia de las opciones disponibles, ni acepta la degradación paródica. Como sostiene en restos de restos -puerta para entrar en diálogo tanto con Tierra de los Padres como con M, su primer film (2007)- no se trata de reproducir el pasado sino de releer sus ideas hacia el presente como aprendizaje: en síntesis, cumplir el Edipo y matar a los progenitores.

Aparente pesimismo estradiano, hacia el final de la película, un travelling expande el cementerio hacia toda la ciudad. Una reproducción en escala: las ruinas son una cuestión de perspectiva. El ángel benjaminiano se enfrenta a la historia a través de un presente que acaba en un río de sentidos múltiples: por un lado tumba genocida de los militantes setentistas (la biografía del autor arrojada al río); por otro, fin, nuevo origen y refundación. Algo puede, debe emerger desde esas aguas, un manifiesto (restos de restos) que indique un horizonte fuera de los discursos legitimados. Prividera puebla el cementerio para que los muertos descansen. Los vela junto a sus textos para que sus palabras cesen. De ese destino inevitable –violento en cada etapa de la Historia a gran escala- a un relato con nuevos sujetos protagonistas.

Como sostiene Jacques Ranciere, la política es la irrupción de la voz de los que no tienen parte. En esa instancia, comienza la injerencia, la nueva escritura. Ya no se trata de un cadáver entre las garras de dos fuerzas sino de abrir otras alas para ver el mundo desde arriba y tal vez pensar cómo -y por dónde- se empieza de nuevo.
 

Fatherland (en restos de restos)

La tierra es de quienes descansan
en ella. Los dueños
de la tierra. Y la Recoleta (por donde
camino de tarde en tarde, buscando la paz
de los cementerios) es
la pequeña patria
dentro de la Patria. Ahí está el linaje
de los vencedores. Tener
sus nombres (que la ciudad repite
en sus calles) en el mármol
no alcanza: por eso
los panteones, las estatuas, los honores. Tan
dueños del espacio como del tiempo.
Ubicuos y eternos. Los otros
(los desclasados, los vencidos, los olvidados)
se han ido, se irán, por el río. Innominados,
sin otra tumba que ese laberinto
de agua (“estas, que son perlas, fueron
sus ojos”), devueltos
a la nada de la que nunca deberían… ¿Quién
los recordará cuando también nosotros
nos hayamos convertido en agua,
aire, tierra, fuego?


Punctum (en restos de restos)

Más que una historia
de las gestas, habría que hacer una historia
de los gestos. Siempre
apresados en un corte de tiempo, ligeramente
fuera de cuadro, como una instantánea
disparada al azar y revelada
demasiado tarde.

La historia de esos restos
Enterrados en el fondo
de la historia, confundidos,
dejándonos vislumbrar,
en sus pálidos reflejos,
el sentido (pésame)
de un final.

Aquello que en un plano
general se nos escaparía: una verdad
más leve o profunda, siempre
intangible, si
no fuera por
el impecable ojo
de la cámara.

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