Refugios radioeléctricos. Sobre Notas al pie (Silvana Franzetti)

Reseña publicada en op. cit. (octubre de 2016)



En las mismas horas en que los candidatos a Presidente de los Estados Unidos debatían estrategias para relanzar su control ameno o humorístico sobre el mundo, una distopía postapocalíptica obtenía el premio a la mejor novela de habla hispana de 2015. Quema, primer libro de la española (residente en Buenos Aires), Ariadna Castelarnou, publicado por la editorial porteña Gog & Magog, nos enfrenta a un mundo delimitado por hogueras, bosques peligrosos y desiertos; mapa sin ley donde seres errantes, mitad piratas tullidos, mitad espectros brancaleónicos (o boedistas) deben ser capaces de matar o vengarse para comer y sobrevivir. También de resistir, de buscar los resabios de su humanidad a través de los recuerdos, el amor o la mayor diatriba animal: amamantar -dar el cuerpo como alimento- o morir.

Pero antes debió existir una catástrofe, el momento en que la tierra conocida, que podría ser la Argentina, Parque Patricios u otro lugar del mundo, empezó a transformarse en una civilización decadente. ¿O quizá la corrosión fue tan paulatina que los hombres y las mujeres no llegaron a advertir lo que se estaba gestando? ¿O acaso el Estado, capitalista salvaje o de bienestar, descubrió que su runa secreta hablaba de la autodestrucción y los seres humanos, religiosos por naturaleza, simplemente empezaron a desvencijarse para aplacar el reinado de la ley? Frente a estas posibilidades ¿qué tierra, qué sujeto emerge después del caos, después de ese toque de fondo que es también un nuevo origen? La misma pregunta, ese afán por imaginar el terreno donde crecerá el día después sostiene, aunque con aire tranquilo e introspectivo, Notas al pie, tercer poemario de Silvana Franzetti, nacido de los escombros y el ruido de diciembre de 2001 y editado recientemente en 2016 por la incipiente Periódica Ediciones.

En primer lugar ¿qué nos dicen estas notas al pie, de qué cadena lingüística de “mayor jerarquía” se desprenden? Por un lado, del silencio, del territorio desolado del sur del país: en este caso la provincia del Chubut, escenario donde se ancla la infancia y la adolescencia de la autora. Mientras las ciudades arden y los umbrales de las instituciones se llenan de muertos, nuestros muertos públicos que se ven por televisión en la madrugada, los poemas de Franzetti nos hablan de lo íntimo, de la soledad de la escritura, del exilio (interior, mental). Nos encontramos frente a un páramo paisaje, planicie por donde circulan voces eléctricas que se vuelve inaccesible a la mirada. Mirada o voz que igual no cede e intenta tantear, construir desde el recuerdo aunque sea para darle un sentido a ese refugio elegido como mundo.

En segundo lugar, un procedimiento de escritura. En continuidad con sus libros, plaquetas y performance anteriores, en Notas al pie Franzetti propone una articulación entre diferentes instancias o registros del lenguaje. Si Edición Bilingüe, su libro anterior, se anclaba en la idea de variación –en palabras de la autora, la posibilidad de traducir un poema propio del castellano al castellano, forzando los matices, las diferentes capas de la lengua, los pronombres y la reescritura del sentido que cualquier traductor que se precie debe intentar encarnar- Notas al pie emerge en el diálogo explicitado entre la oralidad y la lengua escrita. En este sentido, para la composición de los poemas que integran el libro, delineado entre Buenos Aires y Berlín hace ya más de una década, cuando la era de la comunicación total aún se estaba terminando de gestar, la autora se basó en una serie de audios extraídos de la Radio local de Esquel LU20 dirigida a la población rural de la zona. Cada uno de esos audios, que si bien presuponen una historia, una dinámica, no dejan de sonar absurdos y anacrónicos (“Para Mario Ventura, en zona de El Mirasol, Williams le comunica que llega esta tarde con dos camiones. Lleva leña y pasto. Ruega tenga todo preparado”), fueron el punto de partida para la escritura de un nuevo texto. Un poema en al menos dos dimensiones: lo público, acotado a un nivel mínimo de circulación -rudimentario para los tiempos que corren, para el momento en que la autora decide publicar este libro- pero con una topografía exacta, con un anclaje claro en el espacio material; y lo privado, difuso y a la vez siempre con la precisión como fundamento –herencia objetivista- para abordar las imágenes, los escenarios, los recuerdos como materia intangible: “Se ve el cielo, la luz le da más relieve a las cosas, el horizonte, una línea quebrada regularmente por la meseta. Acá no hay alrededor, no hay circunferencia, habría que detenerse en las imágenes que no fueron grabadas. El paisaje no está disponible, no estuve en los hechos y una de cada cien descripciones muestra algo a través de lo que dice.”

A través de las ondas radioeléctricas, de esos discursos residuales que soplan alrededor de los poemas –como su origen y nota al pie para ser precisos-, ese espacio real emerge y resiste como la oscuridad que transita las cañerías. El resto, lo que corresponde a la sujeto lírico, es la (re) imaginación del mundo ficcional-histórico, la insistencia por ese origen tensado frente a la memoria que desea olvidar porque “Antes había cadáveres, ahora hay basurales”. Franzetti sugiere, quizá a su pesar, que aunque se huya del caos, de las repeticiones, lo ominoso emerge. De los desaparecidos y los muertos en enfrentamientos simulados que habitan en Perlongher hasta la Ofelia y la basura costera de Daniel García Helder o Humberto Constantini (también las mujeres muertas halladas hoy, ayer, en basurales, nuevas subjetividades que invaden el sentido, gritan desde el más allá por ser nombradas). Cuando los lenguajes hacen palanca no hay lugar hacia donde correr. Aún en la quietud aparente donde “la espera de la próxima ola/nos hacía olvidar de la anterior”. Aunque intentemos convencernos de no saber cómo llegamos hasta acá ni cómo era ese mundo previo al desastre: desastre que nos sonríe y toma carrera para atravesar miles de kilómetros a la velocidad de la luz.

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Poemas de Notas al pie

Amalia insiste, se pregunta cómo es vivir en Gan Gan.
Servicio de colectivos una vez por semana
según el destino y la época del año.
Por la radio transmiten los mensajes cuatro veces al día*
un hospital, un juzgado de paz, una escuela
un cementerio, una usina.
Irse de esta comodidad, aunque es lo mismo
ella siempre vuelve sobre sus pasos: en un sentido o en otro
da mil vueltas al desierto.


*LU 20 Radio Chubut comunica con una nueva edición del mensajero rural. Muy buenas tardes. Es la hora trece, un minuto. La temperatura en la ciudad de Trelew es de veinticuatro grados, ocho décimas. El viento sopla del Este-Sudeste a sesenta y cinco kilómetros por hora, con ráfagas que alcanzan los ochenta y cuatro kilómetros por hora. El cielo está parcialmente nublado y la visibilidad es buena. Este es el primer comunicado de la presente edición.

Para Nelson, en Puesto de Piedra, se le comunica que no anda la antena de Paso de Indios, la están arreglando. Trate de insistir todos los días.

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Bajan los recuerdos, miro a través de sus pliegues.
Así llegaría a un pasado remoto, caería en la trampa*
del alimento congelado: inscripta la fecha de su ingreso
a la cadena de frío, pareciera que ya no necesita nada.
¿Cómo decir, entonces, todo esto?
Bajan los recuerdos, miro esta tarde
a través de películas transparentes de otras tardes.
Esta tarde se borra
o se muestra en el borde de una y otra imagen.


*Para el señor Cecilio Aguirre, en zona de Pampa de Agnia, se le comunica que mañana a primera hora estará la jaula en esa. Firma este mensaje: Paulino.

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El anuncio de partida es más que la ocasión de hacer un viaje por el desierto.* Se ve el cielo, la luz le da más relieve a las cosas; el horizonte, una línea quebrada regularmente por la meseta. Acá no hay alrededor, no hay circunferencia, habría que detenerse en las imágenes que no fueron grabadas. El paisaje no está disponible, no estuve en los hechos y una de cada cien descripciones muestra algo a través de lo que dice.


*Para Esmildo Ñanco, en Las Golondrinas, su nieta le comunica que viaja mañana a la hora veintiuna y treinta, llega aproximadamente a la una o dos de la madrugada. Ruega ser esperada.

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Pasan otra vez la misma música
sigo con el trabajo como si ese compás fuera a continuarlo.
Antes, en mis manos había lápices, ahora hay palabras.
El aire de dictado que tienen las personas cuando van a trabajar
se parece bastante al aire de dictado que tenían las personas cuando
iban a trabajar.* Antes había cadáveres, ahora hay basurales.


*Para Vicente Castellano, en Gastre, Eugenio Zapata le comunica que no hay peones por día disponibles. Elvio no va, porque tiene que ir a la escuela.


Sobre El tren de los suicidas (Matías Nicolaci)

*nota publicada en Artezeta (septiembre de 2015)



“Espada del augurio, déjame ver más allá de lo evidente”

En el episodio número 7 de la primera temporada de los Thundercats, los héroes felinos se quedan sin thundrilio, un mineral indispensable para el funcionamiento de su tanque y su cubil. Con la necesidad imperiosa de conseguir reservas deben salir a recorrer el nuevo planeta –lógica exploradora si la hay, conocer para subsistir- sirviéndose de unos detectores portátiles. Más allá de las contingencias de siempre, protagonizadas por mutantes torpes y amazonas primero desconfiadas y luego colaborativas, es Tigro –el felino más mental/místico de todos- el protagonista de, como diría Piglia, la segunda historia que todo buen cuento debe tener. Guiado por el aparato, Tigro se adentra en una caverna –la caverna del tiempo sabremos después- que en apenas segundos lo hace envejecer hasta dejarlo postrado al borde de la muerte. Es ahí que el peligro llega a la espada del augurio, poética por excelencia, capaz de abrir la grieta en la vida prosaica, para que sus amigos acudan a rescatarlo. Tenemos un espacio fantástico donde el tiempo corre a mayor velocidad, una boca del lobo que puede comerse a los que intenten atravesarla, pero la resolución es lo verdaderamente asombroso. Chitarah, la felina más veloz de las ficciones, decide entrar a buscar a su compañero y lo hace con una simpleza abrumadora. En apenas segundos logra recorrer la caverna y rescatar a Tigro sin que el paso del tiempo alcance a afectarla (de modo visible, al menos). Su destreza logra imponerse al espacio y al tiempo que rigen allí dentro y en ningún momento esta posibilidad se pone en duda. Luego, Tigro rejuvenece gracias a la fuente de la vida (el agua lava la oscuridad de la tierra) y el episodio, como la gran mayoría, termina en tono festivo, con todos los protagonistas riendo, jóvenes y fuertes.

Como sabemos, la memoria se despliega de modo arbitrario e incontrolable y, aunque las tardes viendo dibujos animados fueron infinitas, son éstas y no otras las imágenes que siempre vuelven. La potencia de la paradoja y el enrarecimiento que confluyen dentro de un relato, la ruptura de una primera lógica para que los niños logren lo fundamental, desconfiar de las reglas tangibles, aprender a subvertirlas o, al menos, creer en la posibilidad de intentarlo. Leer a Matías Nicolaci me hace recuperar ese momento. Apenas comienzan sus historias –historias que se despliegan cuando hay un lector y es tan obvio que a veces se olvida, pero el poder de la literatura es el oído especular de la voz propia en las palabras de los otros-, es difícil no caer en su ritmo y sus obsesiones. En el caso de El Tren de los Suicidas (Añosluz 2015), su segundo libro, consisten en la tensión entre tiempo y espacio como posibilidad o intersticio para acceder a lo real. A ese abismo neutro que también puede adquirir el nombre de vacío, nada o Dios.

Como en muchas grandes historias, en la mayoría de los textos de Nicolaci siempre hay una pieza inicial que falta y moviliza al narrador/protagonista a intentar identificarla. Un recuerdo difuso e idealizado o algún momento de ruptura o trauma irresuelto que cambia su vida para siempre y lo lleva a buscar la disolución. Esa ausencia –cuadro vacío, si se piensa en un relato paradigmático como “La carta robada” leído a través de Deleuze- presupone la existencia de una frontera que siempre será necesario cruzar o poner en crisis. La literatura -para el Nicolaci que yo me inventé- es un acto de valentía que nunca necesita tirar a quemarropa (o al bulto) si no que parte de alguna emoción filosófica y acaba matizada por un giro absurdo que ni siquiera sorprende a la “víctima” (quizá ahí es donde se escucha con fuerza la voz de uno de los/sus evidentes grandes maestros, Mario Levrero).

Ya en su primera novela, Errar (Añosluz 2013), la propuesta del autor resultaba simple y clara. Primero salir del sistema de consumo (me queda una imagen grabada sobre evitar la vida social para no consumir y a la vez excusarse en la pobreza para evitar la vida social). Luego, ir en busca de un anhelo propio hasta el momento suspendido. En este caso la luna (nombre de un amigo de la infancia perdido, Luna) como idea infantil irrenunciable. El gesto humanista de Nicolaci insta a ir por nuestro imposible, aquello que está ahí y genera las primeras perplejidades de la vida. Salir de la enajenación. Quizás no encontremos nada y la línea que nos separa de lo indecible se mueva hacia adelante, pero al menos haciendo pie en esa frontera podremos ver la imposibilidad de la relación entre cosas y palabras con mayor conciencia y nitidez: proyecciones espectrales del lenguaje, reglas puestas por (nos)otros siempre intangibles.

Justamente, la búsqueda simple, existencial, de Errar se reactiva en El tren de los suicidas con la única premisa de aceptar una atmósfera enrarecida y neblinosa. Así nos identificaremos con personajes que nos recuerdan el cine de David Lynch (ese hombrecito) y la estética de lo horrendo de escritores que no terminan de ser olvidados como Elías Castelnuovo. Acceder a esa otredad a través de giros de lo que podríamos llamar un fantástico filosófico –el mejor ejemplo es el cuento “De la lentitud”- cuya dinámica es la siguiente: primero un razonamiento sobre el tiempo y el espacio, lo real, el lenguaje o el concepto “universal” que se elija. Este razonamiento puede partir del personaje más inesperado (en los textos de Nicolaci nadie es lo que parece en un principio y un departamento de un edificio céntrico cualquiera puede convertirse en un laberinto y un idiota, en un genio de la física). Luego, la irrupción de lo extraño que derrumba ese razonamiento inicial desde su fisura y lo hace cambiar de dirección. Un sujeto al que el mundo se le va de control. La serie es extensa y acá no se trata de glosar el recorrido del libro, porque la idea es incentivar su lectura.


Para concluir me interesa detenerme en la solapa de El tren, primer y único momento donde aparece una tercera persona y uno de los mejores y más elocuentes paratextos que haya leído. Las palabras con las que se presenta al autor son “Matías Nicolaci nació en julio de 1983. Estudió filosofía sin obtener diploma alguno. Es apenas un empleado público del país. Padece de discapacidad social aguda. Habita en un departamento de un ambiente –sin cable, sin Internet, sin televisión y sin teléfono- cuya ventana destila luz hasta las cinco de la mañana.” El autor y todas sus proyecciones habitan una forma de caverna. La que todos conocemos, la que está repleta de oscuridad y deja entrar apenas una luz que proyecta imágenes en las paredes (¿el texto de Platón sigue vigente por su genialidad o porque se construyó una civilización sobre sus palabras?). Ni la tecnología logra ingresar para darle forma a ese vínculo con el afuera. Solo queda el lenguaje, como distorsión del mundo real y en él existe la mayor y más poderosa posibilidad: la literatura. Al igual que en las ficciones infantiles, resulta imperioso romper con las reglas caverna adentro, visualizar las fronteras e ir detrás de ellas. Expandir el mundo depende de liberar más y más nuestras palabras. En este caso, envejecer adornando las paredes del universo personal también es un modo de ser cada día un poco más libres.

Sobre Espinas (Pamela Neme Scheij)

*texto leído en la presentación de Espinas, publicada en Escrituras Indie (junio de 2015)




Antes que estos poemas existieran, Pamela me contó que tenía pensado juntarse a hablar con su papá sobre la historia de su familia siria, en particular de su abuela. En ese momento la imagen que idealizó mi cabeza fue una cocina a media luz, con predominio de colores ocres de un domingo de merienda, el humo del mate, el olor de alguna torta. Un padre que vuelve a sentar a uno de sus hijos para contarle una historia, pero esta vez pensando en su propia sanación, la necesidad de hablar de su pasado. Una escena absoluta y chamánica de transmisión oral de memorias para que la comunidad se expanda.

Después vinieron los poemas. Una serie de textos breves que fue mutando con el paso de los meses, años y de la cual tuve la oportunidad de acceder a muchas versiones y reordenamientos. Una arqueología sobre la construcción de un libro, quizá al ritmo de la comprensión que su autora fue haciendo de sí hasta decidir qué contar.

Son varios los tópicos o matices que se desprenden de las páginas de Espinas (Del Refalón, 2015). Por un lado un nuevo relato sobre la inmigración de principios de Siglo XX. Familias europeas que viajaban a Argentina en condiciones precarias para instalarse o bien en ciudades rebalsadas de conventillos y lenguas, o bien en territorios provinciales en un principio bastante despoblados o bajo el control de una clase criolla blanca y católica arraigada desde la conquista y las campañas militares. Primera dificultad ¿Cómo se construye una vida siendo "otro" como marca de origen?

Por otro lado, la violencia u opresión dentro del mismo dintorno familiar. En Espinas resulta claro: el patriarcalismo más hondo ejercido por los varones hoscos; el amor de las mujeres capaces de dar vida, incluso de salvarla, de habilitar el juego, pero pasivas, apenas resistentes, máquinas (o no, porque ni siquiera se llegaría a la tecnología de la máquina, hablamos de algo más ancestral) condenadas a parir y soportar la humillación y el engaño. La heroína de este libro, de quien se anticipa "el poder de sus ojos abiertos" como condición inherente, es una mujer que aguanta, que sufre incomprendida frente a "esos hombres" que simplemente encarnan el mal, un mal rotundo, insensible siempre. Sin embargo, no se explica demasiado quiénes eran ellos. Me pregunto, entonces, si trabajaban, cómo eran sus vidas, su pasado, por qué habían tenido que emigrar a una nueva tierra y cómo ésta los había recibido cuando tuvieron que salir a pelear la subsistencia. En síntesis, ¿cuáles eran los mandatos para los hombres rudos crecidos o clavados en un escenario de post campaña a decenas de miles de kilómetros de su niñez?

Acá no hay oportunidad para ellos. Quizá porque Espinas también es una pequeña historia de civilización y barbarie cuya frontera es la lengua. Por un lado los analfabetos opresores; por otro, la resistencia de los libros como un ambiente sacro que habilita la ficción de los juegos, el escape, el quiebre del destino. También el colegio como instancia cohesiva para los niños de familias extranjeras. ¿Por qué este niño, el padre señalado para transmitir la historia familiar va a la escuela y es distinto a los otros? En esta tensión, en estos linajes que crecen como enredaderas entre los portarretratos, nace la voz del yo lírico. Este libro es el resultado de ese pacto: Para que la cadena familiar exista, hay que escribirla “todo lo que puedo”, anudarla como lana. Y quien puede hacerlo, tiene el poder de señalar quienes son los buenos y los malos. Los subalternos y los héroes que construyen el ejercicio de toda historia.

Para finalizar, detrás de todas estas formalidades o vicios de interpretación, motivos que hacen justamente que disfrute mucho sacar agua ante cada nueva lectura de sus tan precisos y encantadores versos, vale señalar (y ya lo anticipamos) que estamos sobre todo ante un poemario de memoria y sanación. Versos que corren como una totalidad inseparable e imposibilitan meter la mano para quedarse con un solo fragmento: los dedos se humedecen y regresan vacíos.

Pamela Neme Scheij indaga en la historia de su familia en busca de esas marcas que llegan hasta el presente. Construye su propia figura paterna, limpiando, borrando, sacando de todo recuerdo ese lado oscuro. La memoria y el olvido como pares inseparables, como voluntades para forjar una identidad. Todo este dolor es imprescindible para que la escritura pueda sobrevivir y multiplicarse. La familia es una molécula y la historia viaja en esa sangre.

En uno de esos textos mil veces citados, "Tesis de la Filosofía de la historia", Walter Benjamin (perseguido por los nazis, vale aclarar en todos los contextos) imaginaba a un ángel que miraba las ruinas del pasado, sus alas desplegadas tratando de comprender, de hilvanar. El futuro se construye en la interpretación de esas ruinas. Y ahí los ojos del padre a medio cerrar, las imágenes proyectadas. La necesidad de contar una historia que recupera la oralidad (alfabetizada) y la convierte en escritura. Así como la placa de bronce del cementerio ha sido robada, es momento de volver a decir. Dimensionar el cuerpo, ajustar cuentas para que el linaje continúe. En la forma de una aún pequeña niña que gatea, corre trastabillando y balbucea sus primeras palabras. Un día preguntará quienes fueron todas esas caras que cuelgan en las paredes de la casa.

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Poemas de Espinas 

Cuando papá cierra su boca
para callarse o dormir
veo a Nadua, esos labios
de ondulación aguda
un gesto en mi abuela
idéntico al dolor.

Ella anda aún
en las fotos escasas
da cuerda a sus pestañas
me mira quietita
yo nací tarde
no alcancé ni sus brazos.

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Como Nadua en la niñez
tatué nuestro linaje
en mis brazos.

Líneas, sombras que acomodan
cada pena, entrega y esperanza
en su lugar preciso.

El vibrar de tu voz, papá
entrama los vestigios
de esas memorias
ya casi sin dueños.
No quiero
que se disuelvan. Escribo
todo lo que puedo.
Lo hago
como si tejiera a dos agujas

con dos espinas.

Prólogo a Tienda de agujas (Jorge Figueroa)



En esta escena el foco capta una botella de vidrio que duerme sobre el asfalto. Es una noche muy fría y el pico cilíndrico, verde, alargado, con algún resto de corcho, funciona como un instrumento de viento que vuelve música y olor la desfachatez de alguna brisa. Alrededor, una jauría de noctantes baila, se refleja, rebota deformada, busca un umbral donde caer o entrar, patea puertas por abrigo y hambre, sin convicción: pide eso que cree le corresponde con un susurro borroneado, débil. Donde hay miedo, puede nacer un poema. 

Los versos de Jorge Figueroa –“un albañil de la poesía”, como alguna vez lo escuché proclamarse en la ya mítica Casa del Palo Borracho- parten de la potencia de la imagen, necesidad desbocada y serena -tan espontánea como automática- de abordar el amor y la desigualdad. Con sus obsesiones claras, el camino consiste en apuntar con el filo del ojo y definir, definir, definir hasta que la sangre emane del agujero y la tristeza se apriete en una lágrima lenta, suspendida, algo luminosa que tras caer engendrará un árbol. En esa búsqueda que nunca se detiene y se multiplica como las soledades (la hondura donde siempre estaremos solos, que además varía) aparece el yo: una voz compasiva y resignada, pesimista ante las ofertas de éxito que se rematan en los pequeños antros que conforman el lado B de las ciudades. La derrota es la razón que guía todos los viajes al sótano del cuerpo.

Tienda de agujas es un título enigmático. Más que a los poemas que integran el libro, hace referencia a ese grado 0 que guió o motivó su escritura. La poesía entendida como pulsión o lucha contra las certezas: un almohadón mullido que día a día se rasga por culpa de un resorte imperceptible que sobresale del colchón, una púa que navega la sangre. “todo parece caerse sobre lo confirmado/en agujas ciegas” dice el poeta mientras se deja atravesar por el dolor. Si bien acepta el mundo que transita, no olvida que la repetición de la misma fórmula, los mismos vicios y papeles termina siempre en fracaso. Para ser en ese mundo elige la incomodidad. Y en la incomodidad elige no callarse nunca.

Este es el libro más nocturno de Jorge Figueroa. Acá no hay canchitas de barro ni bicicletas, ni madres, la infancia pesa mucho menos y nadie te da un abrazo cuando llegás a casa. Tampoco hay lugar para las ficciones exóticas. Sin embargo, el yo dice más vivo que nunca. Más terrenal y tranquilo. Más seguro de la vida y de la palabra, instancias que se moldean en el ensayo y la pérdida. La escena es una botella de vino abandonada (la luna no importa, no pienses en los efectos de la luz), imperceptible. Aunque se pueda presuponer que está vacía, en su cuerpo aún sobrevive un brebaje tibio, a punto para acompañar un pensamiento hondo sobre la supervivencia. Un faro para los habitantes de la oscuridad que hace tiempo dejaron de creer en un ideal de redención, la quimera de pensar que al final del día aflorará un refugio imposible.


Algunos poemas de Tienda de agujas (Jorge Figueroa)

Sin darme cuenta
me fui quedando solo
como los zapatos viejos
el pasacasette
pero aún sigo sin convencerme.

Las flores en mi ventana crecen
como una parte innecesaria y tan natural
suelo detener la mirada en todo lo corrosivo
me enciendo muy pocas veces
y muchas ya no recuerdo mi nombre
Mi sangre
se destiñe entre árboles secos
así sin saberlo, pasa el reloj
sobre mis intentos
me dejo caer

procuro no ser el único.

--

La noche es un puñal de tajos breves
con las medias bajas
se deja vaciar.
Uno tras otro caen los discursos
la calle escenario de preguntas
y tantas bocas cerradas
abrazos que no damos
caricias y olvidos que miran de lejos
alguien muere de frío sobre su almohada
de cartón.
Estamos fabricando lo increíble
lo asombroso.

--

Yo sabía que te ibas a morir
pero igual corté unas rosas
una botella de vino
en la mesa sin mantel
una sonrisa por si venía alguien
y la canción que escucho
siempre a la misma hora
saqué mis dedos de la guitarra
para encender la cocina.

Yo sabía que te ibas a morir
lo sabía desde siempre
cuando mis ojos
eran parte de tu complicidad
y me sonreías
siempre hasta la misma hora
nunca puse reparos a tus partidas
es más
me gustaban:
la muerte lleva vestidos de mil colores.
Yo sabía que te ibas a morir
para quedarte dormida encima mío
como si fueras la noche
como si supieras que algún día
te pediría
que me lleves.

--

Ahora que los niños duermen
comprenderás por más que reces
que el mundo se termina
que estamos debajo de millones de estrellas
que sólo fuimos turistas del mar de la nieve
y todo nos pareció poco
que el vino y las manzanas solo fueron débiles
que tu camisa preferida se gastó
que lo de ella y él sólo fue una ficción
que las ratas y las rosas tenían sus vidas privadas
que la noche se enredó con la mañana tan cerca
ahí nomás de tu nariz.

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Dejar todo en la nada en el pulso en el aire
seguir solo conmigo con nadie en el aire
así llega lo que se va lo que vuelve en el aire
morir sin nada por nada por siempre en el aire
sentirse vacío con tanto con poco en el aire
despacio sin fuerza sin ganas en el aire
me voy me llevo me suelto en el aire.

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Noche de náufragos y olvidos
de ver cómo se caen los últimos minutos del domingo
sobre el piso de esta casa vieja
ya no suenan las canciones de Bob Dylan
ni tu voz arriba de mi voz.
Ha de suceder lo de siempre
trataré de matar la muerte
romper los relojes
tatuarme todos tus antojos
buscar en el balcón la flor marchita
quebrado y con una sola mano
un solo ojo y miles de sueños incumplidos
tan exacto como el cielo
seguiré buscando.

Sobre Paisaje Alrededor (Paula Jiménez España)

*Texto leído en la presentación de Paisaje Alrededor de Paula Jiménez España en Espacio Vincapervinca (marzo de 2014)

Cuando un árbol cae en medio del bosque, una ráfaga de viento se expande a través de la piel de los animales. Habitantes, únicos dueños de casa que echan a correr. Engendra la muerte en una mariposa que huye para llevar liviana esa carga hasta el final como una decisión de vida, pero jamás ese sonido, la sangre del tronco hundida en la tierra, se escuchará y llegará al oído de quien escribe. Al menos ese árbol no hace ruido.

¿En qué momento de una historia de amor empieza el descenso? Parafraseando a Santiago Motorizado ¿se puede doblar un amor en partes iguales como si éste fuera una línea de fuego amortiguada por el viento rasante de la vida real? ¿Qué dice de nosotros ese mar calmo, esa coexistencia silenciosa, andar aparejado, cuando el concepto de vivir de golpe hasta el incendio empieza a quedar de lado apenas como un manifiesto adolescente que nos recuerda quienes quisimos ser alguna vez?

Paisaje alrededor (Bajo la luna, 2014) es una historia de árboles que se caen justo cuando alguien mira o descansa dándoles la espalda, el cuerpo. Y mirar, esta vez, no tiene que ver con develar razones ocultas ni con algún tipo de secreto que resiste en la grieta –a esta altura, ese es un grado 0 para cualquier poema-. “La mirada es más lenta que el camino”, dice el yo lírico. Este libro de poemas se construye a partir de la delimitación de territorios (los de los viajes y los recuerdos, que tal vez sean lo mismo): cruces de espacio y tiempo como forma de la conciencia. Pero no fotografías sino instantes que se captan, se atraviesan, se vibran –con las voces de Hugo Padeletti y Diana Bellessi desde el fondo, con el tiempo detenido en su duración incesante- como absolutos. La naturaleza es recíproca y el universo entra y sale del cuerpo. Penetra en la voz y la voz lo causaliza, lo devuelve como un espejismo de peligro o al menos trata de comprenderlo en diálogo. El dolor se apoya en una flor espinosa y no al revés.

Y esta serie de territorios, de paisajes o recuerdos de viaje, devuelven briznas de una (o varias) historia de amor, como mansedumbre, como hallazgo de ese punto donde el descenso comienza, justamente porque la muerte y la vida son apenas pliegos. Sin atisbo de final no existe intensidad posible. “no retrocede/y se hace manso el tiempo al empujar/ligero, imperceptible en su canción/hasta el final.”

A diferencia de sus poemarios anteriores donde la intensidad se daba fundamentalmente en la concatenación de poemas, la serie como flujo del agua en el terreno pedregoso, en Paisaje Alrededor cada poema es un recorte de totalidad. Un hit potencial si vuelvo al campo semántico del rock de líneas anteriores. Historias entera con el peligro a cuestas, con las invisibilidades de la tierra, un cielo lleno de estrellas que se ofrece quieto hasta corroer el corazón. Entonces el tiempo se multiplica como concentración y toda la historia de una familia, el amor, la sangre y la tristeza caben en una tarde de playa, un futuro que se escapa modifica el curso del horizonte o la calma y la violencia se intensifican en un barco que cruza el río, uno de esos poemas que no te olvidás. Así termina este texto.


Esteros del Iberá (Paula Jiménez España)

Flotan islas de hojas
el bote se desliza en los canales
y su madera toca
las pieles escamadas de los yacarés.
Abajo está el peligro, arriba
las plácidas cigüeñas paradas en los postes
miran el cielo opaco
lo contemplan hasta perderse en él
y pasan los carpinchos y en sus lomos
se paran las hermosas sultanas
con su plumaje azul
su collar colorado, vestidas para una fiesta.
Arriba está lo calmo, lo suave, lo perfecto
y el agua se desliza mansamente
por generosos caminos naturales
pero de pronto el viento
podría empujar los grandes camalotes y vallar
con su soplo la salida. No pensamos en eso
tampoco en las pirañas ni en las rayas
que nadan cerca nuestro.
Es tan bello el paisaje y sin embargo
el rozar de tu mano
captura mi atención, reduciéndola al punto
que mis ojos olvidan lo que ven
como si ahora
miraran hacia adentro y encontraran
tus manos en mi espalda.
Abajo está el peligro
pero nadie lo nota. No es otra la estrategia
de los oportunistas, de estos viejos reptiles
que conocen el hambre de memoria
como el único mapa de la vida.
Uno asoma su rostro, la redondez
del ojo nos espía a un costado y él
abre su boca inmensa y al cerrarla
cruje como una rama una piraña
que muere entre sus dientes.
Arriba está lo bello y continúa inmutable
como si ni siquiera
la muerte lo afectara o lo impecable fuera
el modo en que la muerte
se incorpora a la vida, así, sin sobresaltos.
No puedo imaginar ciertos finales
la manera en que las cosas se aniquilan
y pasan a formar parte del tiempo
de todo ese pasado que nos trajo hasta acá.
El bote va internándose entre islas
de inmensos camalotes
el conductor se baja y hunde
sus botas en la alfombra flotante de hojas vivas
rebosantes de verde, a punto de estallar
y nos señala una flor rosada
y dice que es la flor de los amantes.
Tira la embarcación hacia delante
con una soga. Detrás de él el cielo se despeja
cruzado por pájaros naranjas
que aletean sobre nosotras.
Arriba sigue
su curso la belleza y abajo la cadena
de bocas impiadosas comiéndose una a otra
también se continúa.
Estamos en el medio, no elegimos
mirar pero olvidamos
la rueda que nos lleva, no sabemos adonde
la holgura del peligro y del amor
que nos hace tan frágiles.

Ajustar cuentas con los objetos. Sobre La poesía en estado de pregunta (AAVV)

*nota publicada en Golosina Caníbal (noviembre de 2014)



¿En qué momento una obra comienza a desanclarse del presente para formar parte de una arqueología: un sistema emplazado en un tiempo más o menos preciso que se despliega y forma una tradición? ¿Qué tan nítidas resultan las influencias (los gustos, por qué no), referentes o programas a la hora de sentarse a escribir o a leer la producción de los contemporáneos en el sentido más estricto y fraterno: una cerveza y una lapicera roja o verde que contraste con el claroscuro de la hoja para corregir y corregir? Una pregunta más: ¿dónde se agotan la identificación, los rasgos generacionales? La poesía en estado de pregunta. 10 entrevistas (Gog y Magog, Colección Otras prosas, 2014) es una invitación a abordar y a organizar, al menos en parte, todos estos interrogantes.


Como su título explicita, La poesía en estado de pregunta reúne una serie de entrevistas que el poeta y crítico rosarino Osvaldo Aguirre realizó para Diario de Poesía y Bazar Americano entre 2005 y 2012 y compiló para esta edición. Por orden de aparición (que no coincide con la cronología de las entrevistas), quienes toman la palabra en el texto son Daniel García Helder, Fabián Casas, Laura Wittner, Sergio Raimondi, Cristian De Nápoli, Mario Arteca, José Villa, Silvana Franzetti, Martín Gambarotta y Eduardo Ainbinder. Excepto De Nápoli (1972), se trata de poetas nacidos en la década del 60 (también Aguirre). Sin excepción, todos de Buenos Aires (de Capital y La Plata a Bahía Blanca) o Santa Fe (Rosario).


Para hablar de las razones que lo llevaron al diálogo con estos poetas, en el prólogo Aguirre hace hincapié en la idea de (una) generación “ya suficientemente consolidada [la del 90´] como para poder ser considerada en la agenda de las entrevistas” de Diario de Poesía, publicación periódica ineludible (sobre todo antes de la expansión de los blogs) que viene construyendo y visibilizando un panorama de la poesía argentina y extranjera desde la década del 80. La voz articuladora —además de la del entrevistador, claro— es la del poeta rosarino Daniel García Helder (integrante del Diario desde un principio), entrevista que abre el libro desde un tono y una estructura cercana al ensayo (incluye un anexo y se sirve mucho de la cita de poemas para visibilizar mecanismos). El autor del Faro de Guereño será el encargado de dar un panorama de su producción —el contexto de escritura y los diálogos detrás de sus primeros textos poéticos y críticos— y del objetivismo. Este último, planteado como estética, tendencia o búsqueda, se irá problematizando en la mayoría de los diálogos que componen este volumen: “No habría entonces un privilegio de lo percibido sobre lo contenido, ya que entre ambos debía operarse —en el trabajo mismo de la escritura— una simbiosis: lo percibido (la imagen, el acontecimiento) adquirir cualidades de lo concebido (la idea, el concepto), y a su vez lo concebido recibir el mismo tratamiento realista que los datos aportados por los sentidos.” (García Helder, p. 35)


Sentados algunos puntos para empezar a discutir, señalado el "Macedonio Fernández" de esta generación e incluso aquella literatura sobre la que se efectuó una ruptura (los neobarrocos y la poesía del 60), el resto de las entrevistas que recopila La poesía en estado de preguntaaborda, desde diferentes perspectivas, temas comunes: el acto o procedimiento de lectura, los materiales (gracias, Adorno), el lugar de la política, la experiencia como motivación, la traducción y, en algún punto, la técnica que "rige" la escritura poética. También se va construyendo un sistema de referencias o una pseudotradición: Gianuzzi, Juan L. Ortiz, Pound, Eliot, Larkin y, sobre todo, William Carlos Williams (“No ideas but in things”) sumados a una historia común nucleada alrededor de publicaciones como La mineta (a finales de los 80) y la mítica, gracias a los ensayos, poemas y cuentos de Fabián Casas, 18 whiskys (“Las parejas y las revistas literarias/duran casi siempre dos números” en El salmón, 1995).


Sin embargo, tal vez porque sus entrevistas no se centran tanto en la pertenencia grupal como en sus proyectos de escritura, es en poetas no necesariamente identificados con esas publicaciones (aunque no del mapa de referencias literarias) como De Nápoli, Gambarotta, Arteca o Franzetti donde se destaca mayor claridad programática y conciencia respecto de los procedimientos y materiales de los que se servirá la poesía:


“Entre los poetas de mi generación y los que son un poco más grandes y siento más cercanos, muchos tienen otro proceder, en sus libros cada poema es un fragmento y entre todos los fragmentos se arma una historia. A mí en cambio me interesa que cada poema sea una historia y entre todos armen una visión.” (De Nápoli, pp. 119-120)


“Cada vez más prefiero no hablar de ‘poemas’ ni de ‘poesía’. Me interesa la idea de máquina y la idea de sistema. Lo que a mí me resulta más relevante es encontrar un sistema que permita elaborar un discurso para escribir.” (Gambarotta, p. 168)


“Uso lo que no es eminentemente poetizable. Me molesta muchísimo el poema perfectamente terminado. (...) A mí me interesa eso que parece a medio hacer, a medio camino. Un catálogo de pintura en La impresión de un folleto, alguien que escribe sobre un género que no le pertenece...” (Arteca, p. 124)


“En la exploración trabajamos con la falla todo el tiempo, no contamos con el equipo completo de herramientas y tampoco con un conocimiento experto del terreno, en este sentido hablo cuando digo que voy hacia otros lenguajes artísticos e idiomáticos, busco y encuentro lo que aparece.” (Franzetti, p. 144)


En las voces de La poesía en estado de pregunta, escribir es, entre tantas cosas, experiencia, reflexión y apropiación de discursos para reformularlos en pos de una (nueva) poética definida. Quizás es esta capacidad de articular objetivos y perspectivas claras lo que define una idea de ‘generación’, en condiciones de debatir y reclamar un lugar dentro de la poesía argentina. Entonces, ya instaladas las ideas de sistema y tradición, incluso de estética, se recicla una pregunta, quizá la primera y más necesaria a la hora de abordar este libro ¿por qué reunir, organizar y poner de nuevo en circulación una serie de entrevistas que ya fueran publicadas a lo largo del tiempo? ¿Existe un más allá en este idea de pensar una generación? ¿A quién está dirigido o dónde se inscribe este trabajo?

Esta serie de entrevistas se articula, entonces, al menos en dos dimensiones. Como dije hasta ahora, por un lado la idea de dar organicidad a un grupo de poetas que al parecer cuentan con todo lo necesario para formar un sistema. Insisto: una serie de principios estéticos (aun con divergencias) y de experiencias de vida, una tradición con la cual romper, una serie de referentes dentro de la literatura argentina y extranjera, y un circuito de publicaciones propio desde donde empezar a construir. Por otro lado, este libro viene a dialogar con textos recientes como La pequeña voz del mundo (Diana Bellessi, Taurus, 2012), Sobre Gianuzzi (Sergio Chejfec, Bajo la luna, 2010), Leer poesía. Lo leve, lo grave, lo opaco (Alicia Genovese, Fondo de Cultura Económica, 2011) o la serie de compilaciones de ensayos a partir de ejes específicos de Ediciones El Dock (El verso libre, entre otros). Más que una reflexión sobre meras estéticas particulares se trata de entrar en un debate por el oficio o hacer poético a mayor alcance (Gog y Magog ocupa un lugar central en la difusión de poesía contemporánea): definir una tradición y discutir un orden dentro de lo que podría llamarse ‘campo literario argentino’. Incluso puede leerse como una pelea cuyo objetivo fuera legitimar textos que movilizaron la producción poética posterior. Es decir, así como se pueden pensar producciones como las de Paula Jiménez España, Claudia Masín, Claudia Prado o Alejandro Crotto, entre otros tantos, a partir de la obra de Diana Bellessi, Punctum (1996) de Gambarotta, por dar solo un ejemplo, resulta fundamental para abordar la producción de poetas que empezaron a publicar a fines de la década del 90` como Martín Rodríguez, sobre todo en Agua negra (1998), uno de esos libros indispensables para la poesía argentina contemporánea.

Para concluir. Durante la presentación de La poesía en estado de pregunta, el viernes 31 de octubre, Daniel Samoilovich, en diálogo con Osvaldo Aguirre e Irene Gruss, señaló que, salvo excepciones, los circuitos de la crítica (ni hablar de la Academia) habían invisibilizado y ninguneado a los poetas del 90. Si se acepta este punto, este libro vendría a ajustar algunas cuentas: es muy difícil terminar de recorrer sus páginas sin reflexionar en un nuevo (o alternativo) mapa literario. Más lo es aún no intentar rastrear ese linaje inmediatamente. Pequeño mérito para un simple libro, generar en el lector algo parecido a una necesidad o, por lo menos, cierta urgencia reconstructiva.

El Sarmiento - Fantasmas y suicidios

*nota publicada en Andén (junio de 2014)




Eran las nueve de la mañana y nuestro vagón atendió el teléfono. Escuché que el señor de al lado le decía a su mujer o su madre o su hija: “Estoy bien, quedate tranquila, ¿qué pasó?”. Atiné a mandarle un mensaje de texto tranquilizador a mi mamá. Aunque en twitter y en la televisión se hablaba de un choque más o menos grave, todos estábamos bien y en algún punto “nunca pasa nada”. Llegamos a la estación Once, caotizada.
Parecía una víbora ciega incrustada contra un árbol, una mole azul amontonada al final del andén; alrededor mucha gente en el suelo. El Same (en verdad, no sé si era el Same) y la policía trataban de calmar, de dar una mano, de no entrar en pánico, de dispersar; un helicóptero sobrevolaba la zona y enseguida cortaron la calle. Hacía un par de meses que no iba para el centro porque había cambiado de trabajo en diciembre, justo antes de empezar las vacaciones, pero ese veintidós de febrero se me ocurrió ir a retirar las entradas para el recital de Foo Fighters (ahora pienso que tocaron el día de la tormenta que sacó a volar árboles y seres humanos por la ciudad, un hilo invisible entre las catástrofes). Seguí camino a la estación del subte B, le resté importancia; que un tren descarrilara era algo común. No habían evacuado el primer vagón.
Empecé a viajar en el Sarmiento cuando tenía trece o catorce años. Ir a Capital sin compañía de adultos era algo nuevo, y con mi grupo de amigos estábamos fanatizados con un juego de cartas, todavía medianamente en auge. Lo de siempre: para jugar bien, para cruzarse con “los mejores”, había que ir a competir al centro, un principio que irracionalmente se aplica a otros planos. Nuestro mundo personal, el territorio conocido, se ampliaba según los lugares a los que fuéramos capaces de llegar por nuestra cuenta. La fusión de las distancias en una medida de tiempo, diatriba filosófica que rige la vida cotidiana, fue condición, posibilidad para la existencia y la imaginación. Si bien desde chiquito solía ir en colectivo a la casa de mi abuela en Flores y luego en subte hasta Plaza de Mayo para tirarles comida a las palomas, desde ahora la Capital ya no sería el lugar de paseo infantil, sino un espacio factible para pisar, experimentar, tenerle miedo. Los nombres de calles mutarían cercanos y las estaciones de tren intermedias hasta Once, adquirirían matices de barrios reales, faunas específicas subiendo al tren, distancia regresiva.
Con el paso de los años, la dirección del viaje fue cambiando y empezamos a expandir nuestra cabeza hacia el lado de Padua: de Moreno a Once. Aprenderse el recorrido de un tren de memoria es una autoseducción imperceptible, como indicar dónde está el baño de la casa de un amigo cuando aparece gente nueva en el grupo. Es un poema cartográfico que trato de repetir sin errores cuando se me presenta la oportunidad. Conocimiento exacto o apropiación ordenada del suelo. Llanamente el poder tranquilizador de la pertenencia.
La estación de tren refuerza el nombre de cualquier barrio, lo ordena como único cartel de bienvenida y trama su despliegue. Aunque no nací ahí, soy de Ramos Mejía, otro nombre propio que sujeta: apellido, barrio, profesión. Epíteto que se suma cuando me presento en algún lugar que queda lejos. La delimitación del territorio es identidad (claro) y el tren logra encadenar esas identidades: las expande y se convierte en la motivación que enhebra ─como decían los formalistas rusos─[1] la distancia, las fronteras. Poder desplazarse por el espacio, encarnarlo configuran el imaginario. Un acorde raro deja de serlo cuando se aprende a tocar.
Pero el imaginario no es solo experiencia, tampoco la identidad, el placer rebosante de decir “yo”. La experiencia va más allá del propio cuerpo. En Los siete locos, Remo Erdosain, héroe trágico nacional, se toma el Sarmiento (el tren del oeste, como lo llamará Fabián Casas en poemas y cuentos[2]) y baja en Ramos Mejía para visitar el taller galvanoplástico de los Espila. Es imposible no sentir algo extraño ─una mezcla de desazón y orgullo, una ruina invisible porque ni tu barrio se salvó del pesimismo─ al leer por primera vez estas líneas. Desde que este país empezó a no existir, la literatura fue una de las formas más potentes de imaginar, fijar y comprender el territorio. Fuera en la obra de Echeverría y su desierto salvaje y despoblado hasta la Ciudad de Buenos Aires orillera prostibularia inmigrante obrero tanguera de la literatura de principios del siglo xx. Anclada en el Centro, Palermo y el sur de Boedo, la urbe empezó a expandir sus ojos a través de los trenes. O, mejor dicho, Roberto Arlt la ayudó a decirse en esos viajes por todos los ramales: al norte en El amor brujo (1932), al oeste y al sur en Los siete locos (1929) y Los Lanzallamas (1931), también al sur en El Juguete Rabioso (1926). El territorio es la mirada del cronista que narra, le da existencia, lo inventa y la posibilidad de acceder a ese espacio fue el sistema ferroviario, la maquinaria inglesa que trajo la modernización de los exterminadores de indios. Nunca pisé Temperley y, gracias al Roca y a la narración de Arlt, imagino que allí alguna vez se gestó una revolución sin ningún principio ético fuera del “quemar todo y empezar de nuevo” (Los siete locos y Los lanzallamas). Erdosain le sacó provecho a las vías y Juan Diego Incardona decidió hacerlo vivir para siempre en El campito (2009), donde el personaje de Arlt revivirá a la vera del Riachuelo en Villa Celina a cargo de una plantación de flores metalizadas. Un nuevo hogar para el héroe del conurbanizador literario.*
En las horas posteriores a que el Sarmiento se incrustara contra un andén y dejara un saldo de 50 muertos, muchas familias partidas, ningún preso, bastante paranoia y aún más frases inolvidables de los funcionarios más despreciables del kirchnerismo, el celular no paró de sonar. El primer llamado fue de Leo Gabilondo, un poeta que debería mudarse al oeste, y lo noté bastante preocupado: ─¿Loco, estás bien?, por lo del choque de trenes, pensé que podías estar ahí. –Estoy bien, creo que no es grave, no parece que se haya muerto nadie. Más allá del principio de negación que acá no importa, ¿cuál es la forma en que vinculamos catástrofe con el miedo por los seres queridos? ¿La relación entre espacio y sujeto? Aunque no vivo en Once sino a unos doce kilómetros (según la numeración de Av. Rivadavia), el tren convierte su alcance en un lugar posible. Oeste del conurbano y Capital se superponen por las vías y la identificación sujeto-barrio-tren-choque se vuelve difícil de omitir (admito que por este mismo procedimiento lógico me dolieron algunos no llamados). Como escribió Florencia Alcaraz en esos días, el Sarmiento es una parte muy íntima de todos los que habitamos el oeste. Agrego que es un viaje hacia el exterior, para recorrer y superar distancias y también un viaje de introspección, un libro silencioso por la mañana.
En el texto más citado en la historia de los artículos con pretensiones “Lo siniestro” (1906), Freud se refería al horror latente (lo extraño, si montamos un paralelo con la escritura poética) que en algún momento se revela: la emergencia fantasmal de la grieta. Desde el choque de Once, el Sarmiento no volvió a ser el mismo. El horror constitutivo oculto –el riesgo de accidente, los suicidas, los arrollados en los cruces mal señalizados─ se volvió potencialidad evidente, rasgo principal: estás yendo a trabajar, abrís el libro y leés un poema hermoso sobre chicos que ponen monedas en las vías; cuando estás a punto de bajar, el tren sigue de largo y te morís.
Hace varias décadas, antes de que Incardona lo reviviera, un Erdosain agobiado tomó la decisión de pegarse un tiro arriba del tren, lo descubrieron horas más tarde. La literatura no solo delimita espacios: casi siempre tiene razón y deja espectros sueltos, los sugiere. Lo siniestro se hace presente y densifica el aire para siempre, como una lapicera que explota en el bolsillo o una lesión crónica. Muchas personas ya no quieren viajar en el Sarmiento porque lo creen sinónimo de muerte. Otras tantas viajan porque no les queda otra, pero el microcosmos dejó de sentirse como un lugar seguro, como una panza embarazada baleada en un asalto. Se trata de la corrosión del imaginario, del riesgo mimetizado con esos lugares posibles que le dan forma y alcance al mundo. Volver a casa, habitarla, empieza a ser un poco más difícil. Ya estaba escrito.
[1] Los formalistas rusos fueron un grupo de intelectuales y artistas nucleados alrededor de la Sociedad para el Estudio de la Lengua Poética (OPOJAZ), en plena revolución y guerra civil. Su influencia para toda la teoría literaria de los siglos xx y xxi es incuantificable y continúa hasta hoy. Si bien centraron su trabajo en el análisis de la poesía en su carácter más formal, sonoro, también acuñaron conceptos que resultan fundamentales tanto para el procedimiento de construcción poética (extrañamiento) como para el análisis de una obra a partir de su contexto histórico (las series).
[2] Casas, Fabián; Boedo. Buenos Aires: Eloisa Cartonera, 2010; Los lemmings y otros. Buenos Aires: Santiago Arcos, 2007.